El Día de los Muertos (o según la designación oficial de la Iglesia, el de los Fieles Difuntos), tal como lo conocemos, al menos, es costumbre occidental; y en esta nuestra parte del planeta suele estar marcado por la tristeza y por las lágrimas.
Pero las cosas están cambiando, y México tiene que ver en ello. Allí el Día de Muertos es ancestralmente una fiesta de colores, sabores, música y reencuentros: con los de este mundo... y con los del otro. Ya lo escribió Octavio Paz (claro, mexicano él): “El culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte. Ambas son inseparables. Una civilización que niega la muerte acaba por negar a la vida”.
Sucede que México es la quintaesencia de una versión de Occidente que, a veces con menos intensidad, vivimos en los otros países de América latina: más de 500 años de “encuentro de culturas” no han podido doblegar algunas creencias ancestrales.
“El análisis de Octavio Paz muestra que esta presencia de la muerte en los pueblos, y su convivencia -a través de una delgada línea- con los vivos, responde a que siempre se la ha visto como parte de la vida”, explica a LA GACETA, desde Ciudad de México, Leonardo Bastida Aguilar, licenciado en Etnohistoria y periodista en Letra S, del diario La Jornada. “En la visión antigua mesoamericana, la vida era cíclica: un final, conllevaba un principio”, agrega.
Diversas expresiones
“En lo que actualmente es México, habitaron -y habitan- diferentes culturas, que hasta hoy tienen sus interpretaciones respecto de la muerte y de la trascendencia de la vida. Su mayor expresión ocurre entre los últimos días de octubre y los primeros de noviembre, momentos en que se asume que los antepasados regresan de visita por algunos días”, añade.
Pero, destaca, además de un denominador común hay muchas variaciones. Un par de ejemplos...
“En la península de Yucatán celebran el Hanal Pixán, una semana de devoción hacia quienes han trascendido de este mundo. Para ellos se elaboran manteles y platillos especiales; en algunas partes, hasta se limpian sus huesos. En Michoacán, el Animeecheri Kúinchekua se realiza a orillas de los lagos, y se colocan grandes altares, que, a diferencia de otros, se llenan de mariposas”.
Sucede que en esos días arriban, migrando desde Canadá, las mariposas Monarca. Los purépechas, pobladores originarios de Michoacán, las consideran “el alma de los muertos” e interpretan su llegada como el anuncio de la visita de sus difuntos.
Sin ir tan lejos
Zenón Rumi Toconás cuenta que es jujeño; más específicamente, humahuaqueño. “Originario de Pueblo Viejo -agrega-, y arrastrando costumbres desde que nací. Tal el caso del Día de las Almas”. Zenón tiene 51 años y está orgulloso tanto de esas costumbres, como de su segundo nombre, que en quechua significa piedra.
“Nuestros ancestros enseñaban que un ‘muerto fresco’ se queda seis meses rondando en el Kay Pacha (mundo de aquí). Por eso no se hacen ceremonias fúnebres sino hasta el año venidero -explica-. Entonces sí, vuelven desde el Hana Pacha (tierra de arriba), y se hacen ofrendas con las comidas que les gustaban, las bebidas, las flores; los dulces que comían...”, describe. “Anteriormente se preparaban las ofrendas en soledad, en las familias; pero se fue extendiendo a las comunidades la costumbre de compartirlas, y el hecho de vivir estos dos días como a nuestros seres queridos les gustaba hacerlo -agrega-. Y como muchos jujeños han dejado sus pueblos rumbo a la ciudad, y aún más lejos, las costumbres se están extendiendo por el país”.
Europa y el cristianismo
Las fiestas de Todos los Santos y de Fieles Difuntos, como las conocimos, son el resultado del sincretismo cultural. (El verbo conocer en pasado se debe a que, al menos en grandes ciudades, se conmemoran cada vez menos de la forma tradicional, es decir, con la visita al cementerio, informa Carlos Beverina, responsable de una empresa fúnebre de Tucumán).
La vertiente europea del sincretismo, asegura la historiadora Elsa Malvido, de la Dirección de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia, de México, nació en la Francia del siglo X por iniciativa del abad Odilón, de Cluny. Este decidió rescatar para el 2 de noviembre la celebración en honor de los macabeos, familia de judíos reconocidos como mártires en el santoral católico, y el día anterior, para santos y mártires anónimos. El objetivo: rezar por las almas del purgatorio, que necesitan una “purificación final” para llegar al cielo. “Cuando una persona muere ya no es capaz de hacer nada para ganar el cielo; sin embargo, los vivos sí podemos ofrecer nuestras obras para que el difunto alcance la salvación”, asegura www.es.catholic.net.
Quizás sea esta posibilidad de la condena, que no existe en las cosmovisiones americanas, lo que no nos deja pensar en la posibilidad de trocar lágrimas por cánticos. Pero, podemos intentarlo, ¿verdad?
Punto de vista
Enfrentar el dolor con alegría
Por Marta Gerez, psicoanalista
Los noticieros anuncian la reactivación del comercio en México por el Día de Muertos. Pasan el día comiendo, cantando y hasta bailando en los cementerios, convencidos de que el fallecido forma parte de ello. No sólo se le recuerda -como es nuestro caso-, se comparte con él; y no lágrimas, sino alegría. Quizá un envés del descenso a los infiernos: el muerto sube desde ellos a pasar un festivo día con su familia. ¿Ridículo? En modo alguno. Todos los grupos humanos lo han hecho o lo hacen. El posible motivo es sencillo: no queremos renunciar a los que amamos; siguen presentes en sueños o recuerdos; apelamos a fotos, videos, cartas, y hablamos de ellos con los demás... Lo que fueron todavía “es” en nosotros. La plaga que se abate sobre el planeta tiene, como horribilis bonus, el habernos separado más aún de nuestros muertos. No hemos podido despedirnos ni llorar junto a su féretro en los rituales fúnebres. Y esos rituales no son sólo para el muerto; son, fundamentalmente, por y para soportar la tristeza y enfrentar esta vida en la que ya no nos acompañará. Y hemos destinado un día especial para recordarlo, como si los rituales debieran tener una continuación que sólo cesará con nuestra propia muerte. Ya sea que, como los mexicanos, comamos, bailemos o nos disfracemos cerca de su tumba; recemos o simplemente lloremos a solas: necesitamos expresar(nos) ese dolor que todavía causa su ausencia. No habría que negarse a transitar ese desasosiego: el dolor que enmudece es el más funesto -dice Racine en Andrómaca-. De dolores y espantos también está hecha la vida; enfrentarlos con comida, baile y música, con largas conferencias o en recogida oración es lo que nos hace humanos.
Punto de vista II
La muerte también da risa
Por Leonardo Bastida Aguilar, Lic. en Etnohistoria
“¿Con qué he de irme? / ¿Nada dejaré en pos de mí sobre la Tierra? / ¿Cómo ha de actuar mi corazón?/¿Acaso en vano venimos a vivir,/ a brotar sobre la Tierra?/ Dejemos al menos flores/ Dejemos al menos cantos”, menciona en una de sus poesías el rey de Texcoco, Nezahualcoyotl, una de las principales voces de la sabiduría náhuatl. En tiempos más actuales, después de la simbiosis con el catolicismo, las expresiones culturales alrededor de la muerte continuaron en los altares de muertos. Pero además, como señala Octavio Paz, para quienes viven en México la muerte puede ser indiferente debido a que la vida misma lo es, y siempre que hay oportunidad, surgen la burla y el humor. Por eso puede dar pie a expresiones artísticas como las de José Guadalupe Posadas, quien a principios del siglo XX creó “La Catrina”, esa dama de alta sociedad que sólo es un esqueleto, y que dictó la estética de la celebración de los muertos. Una visión cultural que puede creer en poblados como Comalá, dentro de la atmósfera rulfiana, con la muerte y la vida en un mismo espacio geográfico donde puede habitar Pedro Páramo. O que personajes como Macario, surgido de la pluma de un alemán avecindado en México, puedan dialogar directamente con la muerte. En la idiosincrasia mexicana, con sus múltiples variantes, de cualquier situación emergen la risa y la reflexión a través del humor. Por eso cada año se recuerdan los ancestros con sus fotografías y se les cocinan sus platillos favoritos. Si son menores de edad, los degustarán el 1 de noviembre; si son mayores, el 2. Y habrá bullicio, se contarán anécdotas de su vida, se les dedicarán oraciones... pero sobre todo, se volverá a sentir su presencia para continuar riendo, al menos, un día al año.